domingo, 8 de abril de 2012

Alejandría, 10 de Septiembre de 1970 (Mis cartas)

Estimado Alberto, con gusto, esperaré el día de su llegada en el café que menciona en la Medina de Rabat. En estos días que he recorrido la ciudad, le contaré que Alejandría aguarda por todos aquellos que quieren sentirse seducidos por sus laberintos exóticos y afomáticos, que entremezclan droguerías, hornos de pan, alfombras y tapices insunuantes que invitan a volar sobre ellas. Sus minúsculos anaqueles repletos del colorido del comino, la cúrcuma, el azafrán, y la canela, evocan inusitadamente los lienzos de Mondrian en los que rojos, azules y amarillos gimen intensamente en medio de embriagadores aromas.
Especialmente encantadas han sido mis caminatas hacia un pequeño souqs o mercado, entre transeúntes de rostros morenos y ojos aceitunados, con sus bolsas repletas de verduras, pescados envueltos en plástico, frutas secas, carnes ahumadas, quesos y cecinas que se adivinan en los envases. Tantos aromas penetrantes, me obligaban a sentarme en cada esquina del mercado, mientras la muchedumbre aumentaba con el aire fresco del atardecer.
En una ocasión, estuve algo afiebrada por algo que comí en uno de los mercados y retorné al hotel entre febriles espejismos de laberintos infinitos y jardines barrocos enrevesados, pero placenteros, hechos a la medida del hombre y no del Minotauro.
Mis pasos se alejaron del enjambre humano de los mercados, pero parecía no avanzar cuando tras de mi, unas pisadas se me acercaban furiosa y decididamente.
No me atreví a voltear pero percibí a la bestia, sediento, iracundo, que en frenética carrera, se golpeaba contra los estrechos callejones de blancas paredes aterradas. Yo trataba de correr pero aquel laberinto de alfombras serpenteantes apresaba mis pies, haciéndome tropezar a cada instante hasta que sin más fuerza y voluntad. Me rendí frente a una de las tantas puertas de colores y el animal enloquecido se posó con violencia sobre mi cuerpo empapandolo de sudor. Me ahogo con sus resoplidos poderosos y bebio hasta el último hálito de conciencia que mantenía antes de desmayarme.

La noche finalmente nos descubrió interrumpiendo la frenética e inexplicable pugna de pasión entre Pasifae y el Toro sagrado. El embrujo de la luna, extinguió al macizo animal tendido sobre mí, dando paso a una figura renacida, un hombre encapuchado que me alumbró el camino con un farol de luz amarillenta, en dirección a la Calle Belnaoui, hasta la puerta de mi hotel.

Alejandría por siglos ha sido así, siempre insinuándose, como Justine, de Durrell, la más ramera entre todas las ciudades me esperaba. Respiré hondo, tomé mis cada vez más reducidos bultos y emprendí el retorno. Al día siguiente de mi llegada y sin el efecto de los adormecedor laudano, volví a mi antigua costumbre de caminar los atardeceres, mientras el Sol se pega sobre las velas de los barcos en la bahía, rumbo al horizonte.

En el malecón de La Corniche y sus aires marinos reviví la dulce brisa de nuestro malecón habanero que estoy segura, ambos recordamos con nostalgia. Mi alma se tranquiliza a medida que cae la noche y empiezan a encenderse las farolas que se reflejaban en el pavimento mojado después de una cálida tarde de lluvia, como las que inesperadas caen en la Habana.

La atmósfera aquí siempre es húmeda y lo bañaba todo, incluso mi vestido de tules blancos que sutiles acarician mi piel y esconden apenas mis pechos y mi vientre. Me siento una auténtica hija de Alejandría, los latidos de mi corazón se confunden con el paisaje, con el aire de extenuación y que sin ser ni griega, ni siria, ni egipcia, es apenas la sangre, la raza de deseos universales por entregarme al Sol y quemarme en su flama.

En pocos lugares del Mediterráneo el pasado parece un sueño tan mal recordado como en esta ciudad lánguida que se recoge a la caída de la noche, olvidando la historia de su fundador, Alejandro Magno, la historia de un deseo no satisfecho, vuelve a repetirse.
Aún hoy, Alejandría hace gala de su poder de estimulación, de creación de una ciudad poética, protegida y mimada por los sensuales versos del gran Kavafis que me traspasan con sus ojos escondidos bajo sus gafas. Sus poemas eróticos saturan el aire, arde una sensualidad desbocada y romántica de decadencia y malditismo y una inteligencia perversa gobierna la efusión de las pasiones, la fiesta de los instintos representada en el verso. 
Cómo librarme para siempre de esta ciudad atestada de cafetines y tabernas donde se fraguan los ardientes encuentros, los primeros escarceos, los tráficos mercantiles que preceden los acoplamientos afiebrados de los amantes de ocasión en casas de cita cuya sordidez y mugre aderezan el gusto de los exquisitos.
Cómo abandonar la adiccion de buscarle en cada café, pero ¿cómo puedo encontrarlo aquí?, si no es posible ver a hombres y mujeres, sino solo hombres o mejor dicho, adolescentes que se aman entre ellos como en los poemas de Kavafis disfrutando del goce sexual con la buena conciencia de dioses paganos que  transforman las utopías a estados supremos de vivir y de gozar, de romper los límites de la condición humana y acceder a una forma superior de existencia, de alcanzar una suerte de espiritualidad terrenal, a través del placer de los sentidos, de la percepción y disfrute de la belleza física.
En fin, Alejandría, escenario previo a la muerte, inmutable, indiferente a la suerte de sus habitantes, aún me quiere convencer de su grandeza, donde un ser humano llega como los místicos en sus trances divinos, a la altura de los dioses, a ser también un dios, al menos, hasta que amanezca otra vez.

Alicia Cecilia.            

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